Buscar este blog

viernes, 31 de diciembre de 2021

Santorales y el árbol de todas las luces

 

Saint. Emon. Digitalart
2021

 

En el árbol de todas las luces se encontraban los espíritus de las personas que habían vivido en el pequeño pueblo de Santorales; llamado así porque las personas que lo habitaban solían dedicar sus vidas a enseñar a valorar las vidas de otros sin distinción de especie o condición alguna. Para todo habitante de Santorales, cada cosa existía porque había un lugar para ella.

Como “buenas gentes” que eran, solían creer en augurios y profecías. Una de ellas rezaba que si alguna vez el árbol dejaba de iluminarse podría desatarse una gran tragedia que acabaría con Santorales, los pueblos circunvecinos y aún más allá de sus fronteras conocidas.
La familia Hospedales, tenía a su cargo la protección del árbol desde tiempos inmemoriales y eran una especie de patronos del pueblo. Cuentan que el árbol de todas las luces era el producto de la sangre de los familiares fallecidos en el pueblo; vinculados históricamente, por fortuna de las uniones y parentescos que se establecieran al pasar los años, y que al fallecer, subían en forma de luz incandescente por la colina hasta llegar al prado donde se unían al árbol

La vida transcurría apaciblemente en aquella región donde todos los días podía verse al árbol de todas las luces, prodigar con su resplandor a todos los pobladores, desde lo alto de la colina que enseñoreaba el pueblo desde tiempos en los que según narran los santoraleños llegaron a esas tierras los hermanos Hospedales, quienes fueran en principio los propietarios de largas extensiones de terreno por derecho fundacional.

Luego de la muerte de algunos de sus miembros por una extraña enfermedad, los Hospedales, entre muchas otras decisiones, se comprometieron a sembrar un árbol en homenaje a los caídos por la enfermedad que azoló a la familia y a compartir las tierras con otras familias que iban estableciéndose en las cercanías.

Cuentan que por aquellos días comenzaron a verse pequeñas luces como brazas que se agrupaban en el árbol con cada fallecimiento que acontecía y que durante las noches una breve luminiscencia se desprendía del árbol sembrado por la familia en los primeros años, lo cual era la principal atracción para los viejos y nuevos pobladores del lugar.

Lo cierto es que el árbol se robustecía día con día y su luminiscencia solo aumentaba cuando había un fallecimiento, bien de un miembro de la familia Hospedales, bien de algún otro habitante del pueblo. Tal descubrimiento fue hecho por Bienvenido Hospedales, quien notó la relación entre los fallecimientos y la aparición de nuevas luces en el árbol.

Relató Jacinto, el hijo menor de Severiana Hospedales, que pudo ver una madrugada muy temprano, como subía hacia la colina una pequeña llamarada que se fundió con el árbol. Al aclarar el día, supo que el Maestre Bernardo quien en su juventud fuera marinero, había fallecido durante la noche cercana a la hora del gallo. Dijo Jacinto que fue esa mas o menos la hora en que vio subir aquella pequeña llama que atizó la luz del árbol durante unos segundos.

Varias generaciones de Santoraleños fueron testigos de tales eventos y el aumento del fulgor que daba nombre al árbol. Ya todos en el pueblo estaban enterados de esa particularidad que termino convirtiéndose en una especie de verificación de fallecimiento el hecho de ver subir hacia la colina una flama que concluía su camino en el árbol de todas las luces.

Las discusiones giraban en torno a si era el alma, el espíritu, la esencia, la energía de los difuntos… Los menos crédulos simplemente pensaban que podía ser la energía de la vida convertida en fuego. Los amigos de filosofar solían argumentar que mas bien era la confirmación de la transformación de la existencia en algo más profundo de lo que se alimentaba el universo. Severiana, la más vieja y matrona de los Hospedales, explicaba que eran, las almas en pena de quienes no habían culminado su misión para con el pueblo y que por esa razón mantenían esa llama como recordatorio para quienes en vida olvidaban su responsabilidad de los unos con los otros. Tal era la función del árbol de todas las luces.

Aun cuando todo esto era una experiencia local, con el paso de los años fue haciéndose conocido fuera de los límites de Santorales, atrayendo cada vez más y más curiosos que querían conocer el fenómeno, e incluso algunos visitantes convirtieron Santorales en su residencia permanente. Motivado a esto las supuestas apariciones de ángeles, seres extraterrestres y demonios, no tardaron en sumarse al repertorio de fábulas e historias de Santorales; tanto fue así, que hasta los mismos santoraleños comenzaron a olvidar las raíces de su propia historia y la iglesia que nunca había existido en el pueblo apareció para hacerse cargo del nicho de beneficios que tantos extraños acontecimientos podrían brindar a sus causas.

Severiana Hospedales advertía una vez sí, y otras también, que podía estarse acercando el cumplimiento de una profecía que le había sido confiada a la muerte de su madre. Recordó las palabras de su madre en el lecho de muerte. Severiana… hija. La voz asfixiada de la madre le decía.  “La tragedia es el silencio y el olvido…”

La hija menor del Maestre Bernardo supo de boca de Severiana aquellas últimas palabras de la madre y le planteo a Severiana la idea de buscar a alguien que escribiera la historia de Santorales. Dijo segura. Si la profecía es el silencio y el olvido, que mejor que escribirla y hacerla pública, quizás de esa manera perdería efecto la profecía y no tendrían nada que temer.

A pocos días de la conversación de Severiana y la hija del Maestre Bernardo. Un Turista curioso ascendió a la colina para ver el árbol que ahora, también parecía haber adquirido propiedades sanadoras según contaban algunos visitantes.

Jacinto Hospedales decía que en todos los años de su vida jamás había sido testigo de algo como eso y que todo parecía tener visos de algún tipo de estratagema con la que se beneficiaría algún interesado; algún “avispa‘o” de fuera del pueblo.

Ese mismo día por la tarde, encontraron el cadáver del Turista que al parecer rodó accidentalmente por la cuesta empinada de la colina y se partió el cuello. Nadie supo del acontecimiento porque no vieron ninguna luz escalando hacia el árbol; por el contrario, les pareció que el árbol había perdido luminiscencia. La aparición del cuerpo del turista y la supuesta perdida de luz del árbol, causo una gran conmoción entre los viejos habitantes del pueblo que estimaron prudente acudir a la casa de los Hospedales y consultar a Severiana sobre lo acontecido.

Diga Usted Severiana, ¿qué es lo que puede estar pasando? La vieja matrona buscó los ojos de la hija de Bernardo entre los asistentes y asintió en silencio, haciendo que ésta saliera del lugar donde se encontraban los congregados.

Una semana más tarde llegaría al pueblo Carlos Cayetano Bustamante. Un periodista de la ciudad al que Diana Isabel, la hija menor del Maestre Bernardo había logrado llamar la atención con la historia del pueblo. Su motivación además del fantástico relato de Diana había sido la atractiva recompensa que recibiría y que había sido acordada por Severiana y algunos otros miembros de la familia.

Así fueron pasando los días; el Sr. escritor como llamaban a Carlos Cayetano había estado visitando los lugares relacionados con los incidentes y entrevistando a los nativos de Santorales. Por las noches se reunía con algunos locales en un rancho que usualmente hacía las veces de expendio de bebidas espirituosas y desde donde salía totalmente borracho. Dormía casi hasta la hora del almuerzo y de allí se sentaba a escribir la “información” que había recaudado, y que rellenaba con avezada pluma con toques de misterio e historia amarillista que sabía le granjearía algo más que la suma acordada con los Hospedales.

Llegó el día de entrevistar a Severiana, quien aguardaba al “Sr. Escritor” en uno de los corredores externos de la casa donde había hecho colocar su mecedora, una mesa de apoyo con su cesta de tejido, una butaca y una mesa de servicio para el café.

¡Sra. Severiana! Se adelantó con la mano extendida al ver a la vieja Matrona que se aproximaba por el corredor. ¡Sólo Severiana! Dijo la anciana mujer. Aquí todos me tutean, no tiene por qué edulcorar su entrada. Ya sé lo que hace y estimo que estoy un poco decepcionada. Usted, simplemente se ha dado la gran vida a costas de la preocupación y el temor de los ancianos del pueblo a la profecía. He leído sus escritos y no son más que meras impresiones de mercader barato que busca ganarse unas cuantas monedas de plata. Santorales merece mas que un simple cuento de ultratumba que es lo que usted narra en esos papeles panfletarios. ¡Váyase del pueblo! Porque por lo que estoy viendo su luz no subirá al árbol.

Carlos Cayetano, el escritor, había quedado en letra minúscula ante las acusaciones de Severiana, quien no por vieja, perdía la sagacidad carácter y empuje que había sido su marca de familia desde los tiempos de la fundación. ¡Váyase! Ya no hay remedio para el pueblo. La profecía ya echó a andar con el pobre turista que encontraron muerto en la colina. No me había dado cuenta hasta que leí su panfleto; correo de medias verdades y mentiras inconclusas que colaboran a que se siga extinguiendo nuestra historia nuestras tradiciones y la memoria de los fundadores. Es así, como mueren los pueblos. ¡Váyase cantamañanas!

El escritor salió casi alzado por las palabras de Severiana sin decir palabra o al menos frase que se entendiera. Tropezó con una saliente del piso de madera y cayó de espaldas produciendo una de las últimas carcajadas que se escucharían en aquel caserón de los Hospedales.

¡Martina! Llamó la vieja matrona a aquella mujer de servicio de la Casa Hospedales quien fuera su comadre y compañera de años. ¡Avisa a Jacinto que se cierra esta casa! ¡que se cierra el pueblo!... y casi mordiéndose los labios dijo. ¡Que se cierra la vida!

***

Nubes grises pacían inmóviles sobre las montañas. Viejos caminos convertidos en trochas que parecían laberínticas y sin dirección alguna habían cedido a la fuerza de los matorrales. Una colina que parecía desvanecerse entre la niebla remarcaba el horizonte.

 

¡Matorral y bichos es lo que se consigue por aquí! Dijo el hombre que seguía al que portaba el filoso machete con el que arrasaba el monte. Una voz entre cortada por el cansancio, se escuchó detrás de los dos primeros, diciendo. Cuentan las malas lenguas que aquí había un pueblo, pero hasta ahora no he visto nada en kilómetros que se me asemeje a un centro poblado. Lo que sí está claro es que se ve que es tierra fértil y continuó diciendo. Cuando lleguemos… si es que llegamos a la falda de la colina, instalamos el GPS para hacer las mediciones y la locación del área… porque esto no sale en el mapa.

 

Dedicado a aquellos de más de cincuenta

 

Elio Montiel

Para Píldoras para dormir conmigo mismo.