Se detenía a mirar el cielo como si fuera a contar todas las estrellas del firmamento, repiqueteando sobre sus brazos cruzados las notas de la clase de piano del día; como si fuera una cuenta infinita de sueños y no de estrellas. Se perdía entre estelas de memoria que diseñaban en su mente casi perdida, graciosos pasos de un baile al que nunca asistió y cuya música, interpretada en la soledad de sus pensamientos y palabras olvidadas, se perdía en la suntuosa caravana de luz que daba paso al amanecer.
A veces, en mis recorridos
insomnes por el patio, la encontraba parada en su soliloquio silencioso. Con
frecuencia me acercaba para intentar captar sus murmullos, sin embargo, solo
notaba un movimiento de labios que besaban el viento, la mirada absorta al
cielo y el continuo repiqueteo de sus dedos sobre los brazos, siempre cruzados,
siempre abrazándose… siempre precisos.
Una mañana, al salir de
la casa, la encontré caminando sola. Esta
vez, simplemente perecía buscar hojas y pequeñas flores por el camino, me puse
a su lado y se volvió para reconocerme y decir - ¡Buenos días! Con una sonrisa
triste siguió andando como si tan sólo hubiese visto una sombra, una triste
hoja llevada por el viento, con esa mirada que parecía salir del entrecejo,
taciturna, perdida en la observancia de un paisaje que sólo le era permitido a
ella. Con a penas unos pequeños pasos y la mirada caída hacia el suelo; se
regresó y dijo “La vida es como una fiesta en traje de etiqueta… no sabes que
estás en ella hasta que termina de sonar la música. Fue entonces cuando me di
cuenta, que aquellos pequeños pasos, fueron un intento de baile acompañando la
melodía que sonaba en su cabeza.
Con el pasar del tiempo,
observé que hacía lo mismo cada vez que a solas, salía a caminar por aquel pequeño
mundo insondable de hojas secas y flores silvestres en el que parecía
mimetizarse de recuerdos y soledades. Así, un día tras otro me acostumbré a la
rutina de seguirla. Algunas veces cuando salía de casa, otras, tan sólo con la
mirada. En algunas ocasiones me colocaba a su lado e intentaba conversar, pero
solo obtenía de ella el reflejo de un profundo sentimiento de tristeza que dejaba
de existir entre las flores y las hojas secas, el perfume que traía la brisa del
mar y las noches estrelladas.
No tardó mi insistencia en
lograr que sus palabras salieran en forma de largas historias alimentadas de un
mundo interior que le acosaba; uno donde el amor se había esfumado con la leve
brisa de una tarde y en el que lo seguía buscando; uno en el que se dilataban
las horas en espera de la llegada… uno donde la vida que había nacido de ella
se acunaba en otros brazos, los mismos que le hacían invisible y la convertían
en un espejismo en el desierto de su permanente soledad.
- María Eugenia. Dijo una
vez como quien cuenta un secreto. Sonrió y su mirada en apariencia tímida,
regresó a las profundidades del abismo en el que vivía rodeada de flores y
hojas secas.
Llegó un día en que salí de
aquellos parajes para no volver en un largo tiempo. Cuentan que, durante mi
ausencia, María Eugenia empezó a borrar sus memorias, ya nunca más tocó el
piano y dejo de frecuentar el patio en las noches estrelladas. Ahora pienso con
tristeza que quizás la música también dejó de sonar en su cabeza y que ya no
habría nadie que mencionara su nombre para impedir que se hiciera invisible.
Quizás también haya
borrado su nombre para desaparecer en medio de un torbellino de flores
silvestres y hojas secas.
Elio Montiel
Serie de cuentos cortos