Las brasas aun brillaban débilmente en el hierro de la fragua protegida por el viejo techo de la herrería. La tenue luz del amanecer se engalanaba con la blanca ceniza del invierno que comenzaba a madurar en la montaña.
Apolinar parecía distraído
observando la nieve caer, mientras en su cabeza evocaba los tiernos capullos de
los árboles de fuego que rodeaban los caminos de su lar. Se abrazo cobijándose entre
sus brazos como si tratara de detener el frio que penetraba hasta los huesos y
en un murmullo que se extinguió con el sonido del viento, exclamó ¡Dios que
frio!
Deseó sentir el fuego que
abrasara su cuerpo al escribir aquella carta donde su ser desbordó toda la
pasión que sentía por su amada. Respiró el frio aire que sintió astillarse en
sus pulmones y volteó su rostro al camino de sangre y peste que quedaba tras de
él. La noche había sido larga; para la muerte, solo segundos en los que la vida
escapó de muchos cuerpos. Volvió a desear que el amor lo inundara, como antes
de aquella parálisis que finalmente engendró la ira de todos y que ahora protagonizaba
aquel camino a su espalda.
Elio Montiel
De la serie Cuentos
cortos
Píldoras para dormir
conmigo mismo