Busca el Cielo bajo tus pies. Fotografía Osmar Romero |
Conversaba con una de mis más
grandes amigas, esa clase de
conversación que sólo se permiten los grandes amigos, sincera, alegre, sin
temor a qué decir, totalmente desnuda, con silencios pertinentes. El tipo de
conversación que sostienen aquellos cuyas vidas han estado emparentadas por la
vida misma; con fuertes lazos de amor, confianza…
Hablábamos de capítulos
importantes que atravesaron nuestras vidas, tratando de explicarnos cosas que
ahora vemos diferentes… la madurez, pensé. En aquella época éramos arrogantes,
pero nuestra arrogancia tenía su propio y soberbio escenario, era una
arrogancia bendita por el arte, en el que sabíamos éramos buenos, mas por la
pasión en lo que hacíamos que por una condición especial de vida. Reímos
reconociendo que socializábamos muy poco, o con pocos, pero nuestra arrogancia
palidecía ante la humildad de nuestra entrega en escena, donde dejábamos la
sangre… y entonces, el estruendo del aplauso nos ungía de la gracia del
espíritu sincerado, del alma exorcizada por nuestra representación.
La arrogancia sólo puede ser
arrogancia cuando el fin convierte al otro en una clase de ser especial, es
entonces así como descubre la estirpe de donde nace. La arrogancia sólo puede
ser arrogancia si se entrega por entero a la justicia. La arrogancia es
arrogancia, sólo cuando es capaz de señalar caminos de esperanza con auténtica
firmeza, de guiar a los estadios más excelsos de la estética, de la libertad…
de la felicidad. La arrogancia es un valor sincero que se descubre ante
cualquiera sin temor, porque la arrogancia no tiene miedo a la censura.
La arrogancia habita en el
corazón de aquel que está dispuesto a darlo todo para llenar los espacios sin
límites de los escarpados vacíos que a veces a manera de circunstancias se
apoltronan en la vida para dejar huellas.
Me quedé observando a mi amiga y
reiniciamos la risa que por segundos había quedado paralizada entre los dos…
Entonces le dije Sí, somos arrogantes!
Buenas Noches... Descansen
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